El rió. No sabía qué había de gracioso en eso. A nadie le gusta ser visto y mucho menos mientras duerme, cuando no está consciente.
Supongo que a él no le hubiese gustado si yo fuese quién pasara las horas de mi vida frente a la ventana, mirándolo.
Bueno, en todo caso, ya había dicho que no lo hacía adrede. Era mi culpa, también. Debía empezar a cerrar las ventanas durante mis horas de sueño. De esa forma me evitaría ese problema.
Siendo sincera, no podía imaginarme sus ojos azules fijos en mí mientras dormía.
Sus ojos.
Esos ojos me parecían tan familiares. Tan amigables.
Pensaba haberlos visto antes. Pero había decidido no recordar lo olvidado. Había decidido dejar el pasado atrás y vivir el presente, sin preocuparme por el futuro.
¿Cómo podía llegar este muchacho y estropearme todos los planes que he hecho? ¿Cómo podía llegar y simplemente derrumbar todo lo que había construido con su sola presencia de familiaridad? ¿Cómo podía hacer aflorar en mí recuerdos que no llegan a mí mente, que son solo sensaciones sin imágenes? Todo lo que hacía era frustrarme porque no podía recordar. Lo había decidido. Pero ahora lo necesitaba. No había tenido más que “deja vus” desde que llegó a mi vida. Desde que se asomo por la estúpida ventana.
Suprimí el llanto en ese momento.
No quería llorar. ¡Por todos los cielos! ¡No podía permitirme llorar frente a él! Si lo hacía… ¡No! No podía hacerlo.
Entonces, lo entendí. Debía irme de ahí. Debía apartarme de él. ¿Qué estaba haciendo yo gastando mi tiempo con alguien de quién no sabía ni el nombre?
- No sabía que te sintieras así, entonces-dice él. Interrumpiéndome, de nuevo.
- Nadie lo sabía-digo yo, intentando calmarlo un poco.
- Pudiste habérmelo dicho-acaricio su mejilla.
- No tenía caso-susurro-. ¿puedo continuar, ahora?-él asintió.
Me levanté de repente. Él me miró.
- ¿Qué ocurre?-preguntó al tiempo que se levantaba, también.
- Nada…yo…-me llevé la mano a la cabeza, instintivamente- debo irme…
Entonces, fue Santiago quién saltó a la acción.
- ¡Pero, Lexa!
- Santiago, basta. No me hagas esto, ¿bien? Quiero irme…necesito irme…yo…
- ¡No tienes que irte!
No podía creer lo manipulador que estaba siendo mi hermano conmigo. Si, era muy pequeño como para entender qué le pasaba a su hermana mayor. Qué tan dañada estaba. Qué tanto necesitaba un psicólogo. Pero, entonces, tendría que conformarse con mis crudas palabras.
- Puedes quedarte a vivir aquí si se te da la gana, Santiago, pero no puedes decirme qué hacer. Tienes cuatro años y yo tengo quince. No estoy bajo tu custodia.
El chico me tomó por el brazo y me llevó a una esquina a la fuerza, pero sin lastimarme.
- Oye…si quieres largarte, hazlo. Yo hablaré con él. Pero no tienes que gritarle así, es un niño-susurró.
- Es mi hermanito. Tú no puedes decirme qué hacer con mi hermanito-repliqué, claramente molesta.
Me dio una mirada que, honestamente, me heló la sangre. Una mirada de rabia. Una mirada que sin duda alguna había visto antes. Y por eso, precisamente, porque la había visto antes, era que me asustaba. Porque, entonces, me había asustado, también.
- Míralo-me dijo. Yo no quise-. Mira a tu hermano-su voz era autoritaria. Sabía que esa autoridad también la conocía. Obedecí-. Está llorando. Unas simples palabras dulces habrían bastado para evitar esto. Luego, yo lo hubiera arreglado. No debes gritarle así, es un bebé. Solo quiere que su hermana mayor esté con él, ¿es mucho pedir?
Suprimí el llanto, nuevamente. Era una persona cruel. Yo era una persona cruel.
- ¿Por qué haces esto?-pregunté, con un nudo en la garganta.
- Porque no puedo creer en lo que te has convertido-susurró.
Lo miré extrañada. ¿Qué podía saber él de mi vida? ¡Nada! Él no me conocía. Él no sabía todo por lo que yo había pasado. No podía simplemente asumir que antes había sido buena. Que antes era tan buena que a Jesús le gustaba visitarme.
Miré a Santiago. Mi hermanito sentado en un rincón de una casa desconocida llorando por mi culpa. Mi hermanito era tan puro. Tan inocente y la vez tan real. La inocencia para mí ya no existía. Conocía del mundo. Quizás lo conocía demasiado bien.
Me dolió entonces pensar que mi hermanito debía ser consolado por un extraño gracias a un daño que yo le había hecho. Pero así era yo. ¿Cómo cambiar? ¿Cómo buscar una conversión?
- Escucha, Xa…-calló inmediatamente.
Abrí los ojos como platos.
No podía haberlo tomado de mi hermanito, porque él me llamaba “Lexa”
- ¿Cómo me llamaste?
- No he dicho tu nombre…-dijo, nervioso.
- Chico, ¿Cómo me llamaste?-repetí. Debía estar segura.
Gracias a esa sílaba, las sensaciones ahora sí tenían imágenes. Ahora sí eran recuerdos.
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