3.
Lucía, la amiga de mi hermanito, a quién, por cierto, jamás conocí, se mudó. Y ya había una nueva familia ocupando la casa continua a la nuestra.
Santiago decidió ir a conocerlos ese mismo día. A mi, por otra parte, no me interesaba en lo más mínimo.
Es extraño pensar en el pasado y ver cuán diferente éramos, en comparación al presente. Cuan inmaduros e ingenuos. Creemos que siempre tenemos la razón, cuando resulta que siempre estamos equivocados. Eso no está bien.
Contaba con quince años para ese entonces.
Seguía siendo la tonta niña rebelde deseando atención.
Hacía todo lo posible por no ayudar a mi madre en la casa. Por ayudarla en nada. Me inventaba dolores de cabeza. Mentía para no hacer nada como jamás se vio. Nótese que ya no lo hago, sino no diría la verdad sobre mi muy problemática niñez.
- ¡Alexa!-gritó mi madre, luego de que yo rompiera un plato (sin querer), mientras los guardaba. ¿Qué culpa tenía yo?-. ¿no puedes hacer nada bien?
- Puedo ignorarte. Eso me sale de maravilla.
Me fui corriendo a mi habitación. Me encerré y puse la música a todo volumen. Mozart.
Tal vez me vestía de negro, pero no me gustaba el rock pesado ni nada de eso.
Además, ese tipo de música, la clásica, me relajaba.
Me giré en la cama. Me encontré mirándome a mí misma en el espejo. Siempre lo hacía, aunque no sabía por qué.
Me levanté de la cama para descubrir que tenía el rostro empapado en lágrimas.
Me quedé mirando fijamente el espejo y mi reflejo en él. Me vi a mi misma como una persona fea. No recordaba que me hubiera pasado antes, pero eso era lo que veía.
- Los espejos no miente, porque no piensan-susurré.
Agradecí que nadie me viera, que nadie me oyera. Agradecí que nadie me tomara en cuenta para nada. Así no notarían lo que estaba pasando conmigo. O eso pensaba yo.
El hacer eso se había convertido en un hábito. Era lo primero que hacía al llegar a la casa. Y, mientras transcurría el día, era lo único que hacía.
Ni siquiera me molestaba en cerrar las cortinas. Solo llegaba y me paraba frente al espejo. Observaba cuantas cosas habían cambiado en mí. Y si no encontraba ninguna, me la inventaba.
Uno de esos días en que llegaba del colegio directamente a mi habitación, tiré los libros en la cama y me paré frente al espejo.
Estuve ahí unos quince minutos, hasta que un desconocido me interrumpió.
Tocó la ventana. ¿Cómo rayos escaló hasta mi ventana? Y, ¿Quién, por todos los cielos, era él?
Sentí curiosidad. Me acerqué a la ventana. Estaba sentado en alféizar.
Abrí la ventana. Podía verlo mejor ahora.
Era un muchacho, más o menos de mi edad, cabello rubio, ojos azules, tez blanca, labios rojos, bien formado, según pude ver. Era bastante lindo, aunque no lo suficiente para mi gusto. O quizás, simplemente, no era el tipo de chico con el que me había imaginado.
- Oye…sé que eres bonita, pero no creo que sea tampoco para pasar todo el día pegada en el espejo-me dijo.
Me alarmé.
- ¿me has estado espiando?
- Estudio junto a mi ventana. No es mi culpa que tú no cierres tus cortinas-dijo, sorpresivamente, serio.
- Bueno, si no lo hacía antes, ahora sí que lo haré.
Él sonrió. Linda sonrisa, también.
- Es una buena idea.
Entonces, me dedicó otra linda sonrisa y escalo un árbol, de vuelta a su ventana.
De nuevo, una extraña sensación de deja vu, invadió mi ser. Uno no debería sentir esas cosas. Todo lo que hacen es confundirte.
En las siguientes semanas, no volví a verlo. Pero tenía la certeza de que vivía al lado. Bueno, eso o era un ladrón. No podía ver si me veía, porque desde ese día había empezado a cerrar las cortinas.
Entonces, decidí asomarme. No perdía nada haciéndolo.
Me sorprendí al ver que estaba ahí…estaba ahí, estudiando, justo como había dicho.
De pronto, vi a Santiago llegando a donde estaba él. Mi hermanito Santiago. ¿Había enloquecido el mundo?
Luego vi algo aún mas extraño. Eso si me heló la sangre.
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